miércoles, 22 de junio de 2016

Es Invierno.



 Largas son las noches del invierno austral, noches de nunca acabar. Las frías madrugadas incitan a permanecer muy arropado en la cama hasta bien entradas las mañanas.

                Siento el crepitar de la leña en la estufa y presiento a Sage bien arrimado a ella. Pienso. Hay algo que me ronda desde tiempo atrás:¡visitar esa zona que me tiene enamorado desde el primer día que la encontré! Silva el viento en el tejado de mi cabaña: ¡no! no tengo fuerzas para arrancarme. ¡Mañana!

Y mañana parece nunca llegar hasta que, ¡por fin! en un claro amanecer el sol penetra en mi dormitorio y me llama. Como impulsado por un potente muelle salto de la cama, preparo un frugal desayuno (las vacas de mi vecino ya no darán hasta la primavera esa deliciosa leche de sabor olvidado...)  y Sage también se encarga de reclamar su ración matinal.

Bien abrigado con el viejo anorak convertido con los años en mi propia piel, pongo en marcha mi pomposa Marquesa, vierto agua sobre sus vidrios para arrancar la espesa capa de hielo y nos vamos con infantil ilusión hacia una deseada aventura.

Marchamos muy despacio por la carretera Austral; la "escarcha" pone los pelos de punta a cada curva de la ruta pero vemos pasar los kilómetros como pasa la vida, a veces lentos, veloces otras, pero siempre constantes.

Sin quitar la atención del camino  hay puntos en los que, pese a ser bien conocidos, no resisto parar ellos para sacar alguna fotografía: siempre gusto aprovechar la luz mágica de las primeras horas matinales.
Claros ríos, luminosos lagos, bosques centenarios de coygües y lengas que quieren tocar los cielos, majestuosas montañas nevadas escondido hogar de los dioses, todo, absolutamente todo, me traslada a la morada donde manan los sueños: ¡qué privilegio vivir en Patagonia!



Llego al parque nacional del Queulat; me invade un profundo delirio. No puedo explicar su grandiosidad, ni tampoco rememorar puntos notables porque memorables lo son todos: hay que vivenciarlos para entenderlos.  Inevitablemente saltan al recuerdo mis amigos lejanos, sus deseos de ver esta zona que la brevedad de su estancia en el pasado verano no les permitió recorrer. ¡Tristeza!


Vengo para sondear un río del que estoy enamorado aun sin conocerlo más que desde bastantes kilómetros arriba en la carretera. Mi plan es  ambicioso: pretendo llegar a su distante desembocadura en el río Queulat y subir por su cauce todo lo que me permita el breve período de luz que resta porque, cuando llego, son ya las doce de la mañana.

He traído mi equipo de fotografía completo que cargo sobre mi curvada espalda y sin   más preámbulos, apoyado en mi bastón de quila, iniciamos la andadura.

Llego al salto del padre García por su parte superior para intentar alcanzar el río principal sin grandes esfuerzos, pero las piedras están cubiertas de hielo y no me gustaría romper mi cámara, por lo cual camino muy lento con gran enojo de Sage que vuela más que corre. El bosque me va cerrando el paso más y más a cada metro hasta que en un punto debo volver sobre mis pasos: imposible penetrar en esa selva virgen. Empiezo a temer lo peor: estoy desentrenado y con algunas primaveras de más a cuestas...


 Vuelto al mismo punto de partida tomo otra dirección que, aunque baja por una ladera empinada, aparece más despejada de arbolado.
He acertado y en cosa de una hora alcanzo el río sin nombre que buscaba: ¡qué paz me inunda a la llegada! La exuberancia de la vegetación crea un mundo misterioso en todo el cauce donde me parece ver duendes y hadas. Sólo con esto me bastaba.


En algunos puntos sus orillas se presentan infranqueables pero hay pasos en el matorral circundante que los animales hicieron en los veranos. Y en cada pasadizo mi vieja chaqueta se va llenando del agua acumulada en las hojas de los árboles. Pero no importa, faltará poco, quizá media hora sólo bastará para cerciorarme de la vida atesorada aquí.
 Efectivamente; por más de media hora subo aguas arriba y todo el curso se presenta igual: pozones profundos, repletos de árboles caídos que me hacen soñar buenas truchas bajo ellos, leves corrientes que mecen campos de algas como si fueran nereidas hechizadas, grandes piedras con cuevas bajo ellas, todo me va empujando a subir y subir.



-Bambú - me dice mi otro yo- ¡basta! ya has visto lo que deseabas: vuelve que es largo el camino para tan débil caminante ¿Ves las brumas de la tarde?
               
Quiero engañarme a mí mismo:

-¡Va! son nieblas matinales...

Y subo aún más. En una tabla muy lenta aparece una visión mágica que me hace enloquecer: ¡qué par de truchas pacen misterio sobre los fondos luminosos! Desde ese mismo tramo aguas arriba  seguirán apareciendo numerosos peces que deambulan sin miedo confiados en tan magnífica soledad. Alguno casi volando como un pájaro se arranca a mi paso desde la somera orilla y su inesperado escape me sobresalta.

-Basta ya, Bambú, regresa; no has traído linterna y mira que se va la luz.

Pucha! pues es cierto. Miro el reloj de la cámara: ¡las cuatro de la tarde! Me agobio al constatar que tardé unas tres horas en llegar aquí, así que empiezo a trotar como si fuese mi amigo Tachu. Al poco me duele la espalda por el peso de la mochila. ¿Descansar? ¡Imposible! Debo seguir aunque sea más lento.

Anochece; asustado miro desde abajo la pared por la que bajé en la mañana tan alegremente: parece que sube hasta las nubes, o más allá ¡hasta el cielo! Vuelvo a correr porque si me llega la noche en esta selva cerrada no encontraré un camino viable de regreso.

Sage viene detrás con la legua fuera:¡está tan gordo...! No, no es eso, es que llevamos caminando mucho tiempo y él no sabe dosificar sus fuerzas.

De repente aparece en la lejanía, cerca del fiordo marino, una palpitante lucecita. Está cerca del río Queulat por el cual podría llegar a mi auto mejor. No lo dudo y allá que voy.

La luz se acerca; el día se va. Aumentan los tropezones; mi espalda me duele bastante pero si me detengo sería un grave error, así que me arrastro por el pedregoso cauce del Queulat con la mochila en la mano.

No sé si algún dios bueno se apiadó de nosotros, el caso es que en un punto de ese tramo aparece una antigua huella de leñadores que se me antoja una autopista. Ir por ella,  ya con tenue luz, me permite progresar veloz como un caballo al trote.
Sí, tengo suerte; en la destartalada tapera, bastante derruida, crepita un fuego acogedor.

-¡Alo, alo!- grito para llamar al poblador.

Y aparece, con un farol en la mano, otro viejo como yo:
-¡Pero de dónde sale Usted a estas horas!- me grita- ¡Ande! pase y caliéntese mientras le preparo un matecito.

En agradable conversación le cuento entusiasmado mi recorrido. Noto que no cree desde dónde llego, pero al ver las fotos se convence:

-Perdone, Caballero,- me dice respetuosamente- pero está Usted bastante rayadito...

Me cuenta su vida, su soledad en esa tapera cubierta de musgo por el paso de los tiempos, sus hijos que se fueron a la ciudad para no regresar nunca más, su compañera que buscó a otro... Sus arrugas son heridas de los siglos y en sus ojos veo la resignación que le permite continuar con alegría tan dura existencia en estos desolados bosques de la Trapananda.


Sale la Luna y su luz hace brillar los hielos azules del ventisquero Queulat; la magia del momento nos embarga a los dos: somos amigos, dos hombres hermanados en esta profunda inmensidad. Al despedirnos estrechamos con fuerza las manos mirándonos a los ojos fijamente como si expresáramos un discurso de alegre lealtad: ceremonia ritual de profundo calor humano que usan  estas buenas y duras gentes patagonas.

-Gracias por su mate, Estimado: volveré en primavera para saludarlo y subir al estero  sin nombre que me tiene enamorado.  Y le traeré harina, aceite, azúcar y buena hierba para corresponder a su hospitalidad.

-Pues acá me encontrará. ¿Sabe? Hizo muy bien en bajar hacia la luz de mi lumbre porque de haber seguido por donde bajó es seguro que ahorita andaría perdido por el monte como un bagüal. ¡Es muy feo camino!

Llego a la carretera por su sendero "particular” sin grandes esfuerzos: me he relajado con ese descanso y el mate me ha dado las energías que ya  me faltaban. Sage sigue tras de mí...

 Pensé que algún auto nos acercaría a la Marquesa: ¡Vana esperanza! por esa ruta no se arriesga a circular nadie en las noches invernales. Así que pian piano me voy acercando a mi coche.


Son unos seis kilómetros los que deberemos recorrer. Bajo la luz lunar el bosque aparece difuminado entre la bruma.

A las once de la noche ¡por fin! aparece majestuosa mi Delica. A Sage le falta poco para darla besos, a mi también.
Otras tres horas de carretera y llegamos al dulce hogar. Cuando me meto en la cama, después de  que ambos tomáramos  un bocado, cierro los ojos y paso revista al bosque, a sus gigantescos coigües, a las descomunales  hojas de las nalcas, a sus ríos cristalinos, al ventisquero refulgente bajo la Luna, a mi nuevo amigo el  Leñador. Lentamente me voy quedando dormido con una profunda sonrisa en los labios. ¡Volveré!

¿Y si muero antes? Pues poco importa: "la muerte es segura pero su hora incierta." ¿Qué logramos con temerla? En tanto me llega "el momento de mi desfallecer" beberé con locura hasta el último sorbo el don divino de la vida: soy prisionero de tanta belleza como reina en los mágicos bosques de mi Patria austral.

jueves, 5 de mayo de 2016

UN DÍA EN MI PARAÍSO.

La clara luz del cielo satura los tonos del rojo bosque otoñal.
Una hoja rubí cae a mis pies: su elocuente silencio trae a mi mente la impermanencia del Universo. La tierra húmeda se ve cubierta de otras hojas hermanas; algunas van al lago y la brisa las aleja hacia un destino incierto, pero todas mueren donde les corresponde ¡como yo moriré!

El lago Verde, la Nunca Jamás, semeja un terso espejo. Sentado a su lado me sumo en un pensar sin pensar, en una dulce meditación que no puedo explicar pero que me hace feliz.
Una ceba me despierta y rinde mi voluntad para actuar. Monto mi caña Sage SLT y ato en una punta del 3X una Wolff Roja ignorando la abundancia de hormigas que ya están en el agua.
Espero unos minutos más; parece que temo profanar tan mágico escenario. Los ríos son las arterias de la Tierra y los lagos su corazón: ¿tengo derecho para alterar su paz? Viejo temor que cada día adquiere más y más importancia en mi comportamiento. Trato de disculparme ante mi mismo:  
- Mis anzuelos no tienen barba, cuando no curva, y las truchas no poseen nervios en la boca. Sabrá manejarlas mi vieja mano para evitar su estrés todo lo posible.
Sí, todo eso está muy bien pero…
Cerca vuelve una subida de un hermoso pez. Un sólo falso lance y poso avanzado sobre su intuido recorrido circular. Pasan los minutos; Ella se mueve muy lentamente cerca de la superficie tomando las hormigas y otros insectos que encuentra en su recorrido. Mi mosca flota apaciblemente, algo desviada de su camino presentido, pero evito hacer el menor movimiento por temor de asustarla.


Avanza con la aleta dorsal por encima del agua como hacen los tiburones en la búsqueda de presas; está a dos metros del engaño.
Pasa como detenido el tiempo; ahora se encuentra ya a menos de un metro. Sin saber la causa que lo incita, el pez gira a la izquierda de su trayectoria para encaminarse derecho a mi Wolff. Temo que los latidos de mi corazón delaten mi presencia… ¡Incertidumbre!
Por la dirección elegida resulta evidente su decisión de tomar mi mosca. Parsimoniosa como la gran señora que es, asoma sobre el nivel del agua su cabeza, abre la boca y la Red Wollf desaparece en su blanca garganta. Debí esperar uno o dos segundos para evitar clavar en falso dada su perezosa manera de cebarse: ¡esa maravillosa lentitud me tiene hechizado!
¡Clavo! Un gran salto la descubre con nitidez a mis ojos: ¡qué hermosa es! 





Como una centella toma profundidad y se arranca hacia el centro del lago; resulta imposible detener esa huida poderosa y debo dar línea con la mano izquierda para evitar la rotura del bajo. Cuando finalmente se detiene la manejo poco a poco con impulsos de la caña a izquierdas y derchas, pero muchas veces debo aflojar la tensión porque, imparable, vuelve a buscar su salvación en los misteriosos abismos del lago.
Pasan los minutos y la lucha sigue igual: saltos, arrancadas y breves momentos de entrega. En una pausa, ya a mi lado, puedo verla claramente: es un macho viejo, grueso, de hermosa librea irisada, y del entorno a las dos cuartas.
Habrán tanscurrido unos veinte minutos de lucha cuando cede su resistencia totalmente. La traigo a mis manos, saco el anzuelo sin levantarla del agua y acaricio sus flancos para calmarla. Es una magnífica técnica que me enseñó el Dios del Agua…
El pez respira más sereno a cada segundo y no intenta huir. Calmado ya totalmente aprovecho para medirlo a palmos: dos y medio.
Abro mis manos a la vida pero él no se marcha: está tranquilo y nada a mi alrededor: ¡cuánto desearía leer sus pensamientos! Ahí quizá podría aprender la sabiduría que me falta.
Unos nuevos círculos cercanos despiertan mi codicia; seco apresurado la mosca con los mágicos cristales de Salmo. Un lance atolondrado coloca la Wolff a menos de medio metro de la nueva oportunidad. Se asusta y desaparece: ¡debería haber aprendido ya que en los lagos no hay que posar ni cerca y menos sobre la trucha!
El típico consuelo de tontos:
-No importa, todo el entorno está repleto de peces en actividad: ¡y son grandes!
El sol calienta mis piernas heladas: es mediodía. He logrado sacar veintidós truchas en unas tres horas, de entre los cuarenta y cinco a los setenta y cinco centímetros, una se soltó y dos rompieron: ¡para qué más!
Vuelvo a tomar la cámara con la idea de plasmar tanta belleza en la que estoy sumido, ¡como si eso fuese posible…! 




Al salir del agua me quedo paralizado: en la orilla orlada de árboles muertos aparecen unas ondas descomunales de una subida: “¡es Ella!”, me digo recordando la coloreada aleta del tamaño de una mano que vi una mañana del año pasado. Está en la misma zona somera del fondo del lago.No lo dudo: dejo la mochila con el equipo de fotografía en la arena y trato de acercarme atropelladamente a esa Quimera. 



Quiero no producir ondas en el agua pero estoy nervioso, aún así avanzo con el sigilo de una sombra. Entre Ella y yo hay una islita de juncos que puede ocultarme. Cerca ya del punto de la última cebada lanzo por encima de los juncos: ¡grave error!  
Flota serena la Red Wolff, muy alta sobre el agua: siempre me da seguridad esa postura.
No se repiten nuevas subidas: temo haberla alertado. Decepcionado me dispongo a sacar mi mosco del agua cuando veo una cebada más humilde a poca distancia: ¿será Ella?
Pasan los segundos y no hay otras nuevas del monstruo: pienso que es demasiado sabio para caer en manos tan torpes.
Renunciaba ya cuando otra poderosa subida me detiene: esta vez no hay duda, ¡es Ella! Tan fuertes marcas circulares no puden ser de otros peces menos importantes.
¡Ni mi artificial ni yo respiramos! Vuelven renovadas las esperanzas:
¿Seré capaz de pescar semejante pez…?- me pregunto.
Fueron interminables los “siglos” que transcurrieron hasta que vi una masa enorme cerca de mi mosca. ¡Qué jornada estaba viviendo en mi lago Verde! Tanta belleza, tantos truchones en mis manos no podían ser más que un regalo de algún Ser celestial que se apiada de mi, ¿o estaba soñando? Bueno, vivir un sueño es también maravilloso.
Se agota el razonable tiempo de espera y, justo entonces, una cabeza gigantesca emerge junto a mi mosca: uno, dos segundos y ¡clavo! Aquél agua, hasta ese instante serena, se convierte en un mar enfurecido: carreras imparables buscando la salvación en las arcanas profundidades, saltos que acarician el cielo como una plegaria, fuerza propia de un toro… Ella muestra en cada movimiento su poder y sabiduría, yo mi eterna ignorancia: la línea acaba enredada en los juncos y sobreviene la rotura tal como lo había presentido. Sí, no hay duda: soy un necio.
A unos cinco metros, como queriendo decirme que no soy digno de merecerla Ella, apoyada por la cola en el agua,  da el salto de la despedida mostrando en sus labios los restos del aparejo y la que fue la última Red Wolff que tenía en las cajas: ¡todas acabaron destrozadas con semejante jornada!
Las ondas de la lucha se van diluyendo en la Nada. Llega el silencio: la Nunca Jamás recobra lentamente su placidez y una hoja rubí cae como un símbolo sobre las aguas: siento el no Ser en mi cuerpo. ¡Todo es vacío!
 Debo abandonar la pesca: por hoy es más que suficiente. Un cierto sentimiento de pena trata de amargarme: no lo consigue ¡soy un viejo afortunado!
Sumido en aquella profunda soledad, camino por el bosque encendido de gigantescos coigües y señoriales lengas; a mi paso una alfombra de hojas, que aparentan estar muertas, entonan para mí una vieja melodía:
-Pasaré sí, queridas hojas, pero el lago, sus truchas y vosotras, hijas del bosque, guardaréis una leyenda que un soberbio pez, con un viejo loco, escribieron juntos un hermoso día del tardío otoño austral.
Se hace noche. Brilla la Cruz del Sur en el firmamento azul turquesa: la Estrella lejana y chiquita me hace guiños y susurra a mis oídos:

-Volveremos a estar juntos el lago, las truchas, tu y Yo ¡Nos llegará una nueva primavera!




martes, 5 de abril de 2016

RARA JORNADA

 Estábamos sin obligaciones laborales y el pronóstico del tiempo auguraba un día soleado. Teníamos enormes ganas de salir juntos a pescar y no lo pensamos dos veces: -Vamos donde tú quieras- dijo Jesús.- lo importante para mi es pescar contigo. Y después de muchas dudas decidimos ir al Simpson por razón de cercanía, unos 15 Km. del Lodge de Salmo Patagonia. El contratiempo fue que al llegar al Río estaba lloviendo y hacía un viento terrible, en tanto que cuando salimos de la ciudad lucía un sol prometedor y una brisa suave. Es normal que ese sector del río tenga un clima muy particular así que dimos media vuelta y regresamos hacia casa. -Me he olvidado de las moscas- comentó Jesús contrariado- Pero no hace falta que subamos de nuevo al lodge porque tengo algunas en otra cajita. Este fue el primer contratiempo del día; ahora os narraré otros que siguieron. -Te voy a llevar a un río que te gustará- le prometí. Y sin ningún comentario más cogimos otra carretera llenos de esperanzas. Manejaba Jesús, por cierto despacito para poder ir viendo el paisaje. Le vi que disfrutaba con cada asombroso rincón que aparecía ante nosotros; después del olvido de sus cajas y de la borrasca en el Simpson la jornada nos sonreía. Sector de Seis Lagunas y ríos del lugar: realmente estábamos a nuestras anchas y casi, sólo casi, no nos importaba la pesca. Tantos lagos mágicos, tantos cerros colosales con precipicios atemorizantes nos hacían sentir algo que resultaba una mezcla de admiración y asombro. Después de ese paseo “turístico”, en el que empleamos más tiempo del programado, llegamos al estero que, reluciente con el sol mañanero, parecía sonreírnos. Lo malo fue encontrar un sitio por donde entrar porque los cercos de los campos y el bosque impedían toda penetración. Esos terribles alambres con púas de los cercos amenazan siempre nuestros vadeadores… Salvando como pudimos todo obstáculo caminamos durante casi una hora hasta alcanzar la desembocadura del arroyito que ansiábamos pescar. -Ahora montaremos las cañas y a pescar.- dije a Jesús, inútil comentario porque ya estaba desenfundando su Sage con infantil ilusión. ¡Y dijo poco antes que no le importaba la pesca…! En tanto se preparaba yo quise saltar el cerco que llega hasta el mismo río y lo atraviesa para montar tranquilamente en las aguas de la desembocadura. Y tal hice: Un pasito, un saltito y… Soy el inventor de una nueva manera de caerse y si no lo creéis mirad cómo fue: a mi espalda había una pendiente considerable de no más de dos metros de larga que acababa en el propio río Simpson además de un considerable hoyo oculto del que yo no me había percatado. Al tomar impulso para saltar metí un pié en esa “caverna” camuflada. Lentamente fui perdiendo verticalidad y di con mis espaldas en tierra, descendí por el tobogán como si fuese una pista de esquí hasta tocar con la coronilla el agua profunda del lugar, momento en que milagrosamente encontré un alambre de espino suelto al cual me agarré con decisión. Pasado el primer deslizamiento lógicamente quise enderezarme pero resultaron inútiles todos los esfuerzos: estaba literalmente encajonado en una zanja que, a modo de sarcófago, parecía hecha a la medida de mi cuerpo. ¡No podía moverme ni hacia delante ni hacia detrás! -¡Voy, voy!- gritaba Jesús asustado. Le debió resultar alarmante ver a su amigo “cara al sol con el vadeador nuevo”, ¡Redigton con cremallera! bastante amenazado por numerosos alambres de espino que firmemente agarraban mi ropa y mis manos. Jesús tiraba de mis piernas hacia arriba con todas sus fuerzas pero ni me movía un centímetro: tenía la retaguardia metida en el hoyo y los pies en lo alto de de la rampa. Tira por allí, sube por allá, el pobre Jesús se sentía impotente de mover mi cuerpecito. Me vino a la mente la idea de estar en un ataúd y, por Dios vivo que era perfecta la comparación: aquello amenazaba con convertirse en mi tumba definitiva. Por si fuese poco un hilito sutil de agua comenzaba a entrar desde la coronilla hasta la espalda, chorrito prometedor de un tonificante baño general. Dado mi firme auto- sujección pudo Tachu soltarme sin riesgo de continuar la entrada en el río y cogerme por la espalda para tratar de enderezarme. Pero no fue sencillo porque estaba “alambrado” de manera casi total. Por si fuese poco, al tirar peligraba la integridad del vadeador. Salvado, sano y salvo pudimos respirar tranquilos. Tampoco el vadeador presentaba señales de rasguños: sólo el jersey y mi mano derecha que sangraba daban fe la pasada batalla. -¡Vamos, vamos! acabemos de montar. Así que, ya en el arroyito, cogí mi chaleco para sacar el carrete. Busca en un bolsillo, busca en otro…Vuelta a comprobar todos los huecos de la prenda y ¡el carrete que no aparecía! Con cierta contrariedad constaté que lo había olvidado en casa o en el auto. No me importó porque me conformo con ver pescar a los compañeros y más estando con Jesús. Cuando le dije el nuevo olvido de la jornada le vi preocupado. -Vaya un día que llevamos. Esperemos que todo acabe aquí. Te dejaré la caña de vez en cuando… Y esto lo dijo con cara de pena… El estero está poco pescado porque resulta complicado hacerlo: ni las cucharillas corren por causa de las muchas algas y berros, ni las moscas resultan cómodas si no se es muy experto en los lances. ¡Pero qué maravilla de arroyito resulta este Arco! 
Poco tardó Jesús en sacar la primera pieza, más bien chica. Luego hubo un periodo de una media hora de nula actividad: sólo hizo subir a un par de peces, también “puro chicos”. Llegamos a una zona algo más correntosa orlada de algas por el lado opuesto a nosotros. Jesús pescaba con una emergente de pelo de liebre ártica, supongo que “en celo” (¡estos montadores expertos…!) muy visible pese a su postura en el agua. En un lance algo arriesgado, la imitación rozó las algas de la orilla: una saeta surgió de la nada y fue a por ella. La lucha fue breve pero enérgica; cuando la tuvo en la mano pude ver que era una trucha muy buena, quizá cercana a los treinta y cinco centímetros. ¡Nos dimos la mano! Aquello empezaba a prometer una tarde fantástica que nos haría olvidar todos los percances ¡y mil más que hubieran sucedido! Desde ese momento abundaron las subidas, alternando truchas bonitas con otras menos vistosas. Jesús estaba radiante, de tal manera que al poco me pasó la caña en tanto él se envenenaba con un cigarrito: ¡este chico no aprende…! Lancé sobre la orilla de enfrente, con una posada muy suave aprovechando el viento de espalda. La mosca cayó pegada a las algas y una hermosa trucha premió mi pasado martiro por salir del “hoyo”. Fue suficiente: no pretendía seguir pescando y pasé la caña y su veloz mosca “Ártica” al propietario, algo que le devolvió la alegría. No lo vi pero me comentó que bajo un tronco sobre el que se había colocado para lanzar salió una enorme trucha ¡o un salmón! ya que es un río donde he visto bastantes salmones muertos tras el desove. Fueron muchas las truchas que salieron hasta llegar a otro dichoso cercado que cruza el río de lado a lado. Volvió a pasarme la caña. Varias cebadas a la salida de un chorrito denotaban peces muy serios en plena ceba. Lancé sobre el más cercano y no pasó ni un segundo cuando una trucha muy hermosa tomó la mosca. La lucha fue breve porque se soltó. Lancé de nuevo unos metros más arriba; un falso lance, dos falsos lances y ¡preciosa tomada fulgurante! La lucha poderosa denotaba el excelente estado de fuerzas del pez. Era bastante grande, de unos 45 centímetros y de bellísima librea. Me quedé satisfecho con ella, así que le pasé la caña a Jesús, esta vez definitivamente. El sol estaba ocultándose y nos quedaba el pozón del que tanto le había hablado a Tachu durante la jornada, habitación de grandes peces. Le di los consejos oportunos basados en mi experiencia de otras lejanas jornadas y empezó la cuenta atrás. Lanzó agazapado como un indio: rozando peligrosamente los árboles de la orilla opuesta que caen tapando las aguas, la mosca se posó con suavidad. Bajaba muy despacito arrastrada por la tenue corriente.Los segundos se nos hicieron siglos. No hubo respuesta. Nuevo lance como un metro más arriba; la mosca cae sobre las berras pero salta al agua sin el menor ruido. Creo que se debían escuchar los latidos de nuestros corazones: ¡estábamos seguro que ella subiría más temprano que tarde! Pero tampoco salió la quimera soñada. Un paso aguas arriba, siempre agazapado, y lance preciso sobre las berras siguientes: este Muchacho es mi envidia en los lances. Creo que los pájaros callaron y el silencio era la obertura de la escena cumbre del día. ¡Sube! Me dijo mi subconsciente. Pero se prolongó la escena; unos segundos después, Jesús se puso en pié como un resorte al tiempo que clavaba el “mayor pez de su estancia en Patagonia”: carreras poderosas río arriba, río abajo, saltos inimaginables… ! ¡Qué trucha, que trucha…!! Jesús enloquecía y yo me llenaba de alegría, también por comprbar que el pozón y todo el río seguían llenos de vida como antaño pese a una piscicultura colocada en su nacimiento. No puedo remediarlo: sufro cuando compruebo que el Homo desbasta la Tierra a su paso ¡algo cada día más frecuente…! Acabada la epopeya nos abrazamos: fue el final de una jornada llena de problemitas ¡pero que bella! Con esa trucha de unos 80 centímetros pusimos fin al día, no sin antes prometer que volveremos: -Este rio le va a gustar al Profesor; y estaremos los tres juntos ¡casi nada! Antonio, el Profe, vendrá con otro amigos desde España en breve, ansiado acontecimiento que promete ser un regalo del dios del Río. El regreso hasta el auto fue algo más breve que la ida porque encontramos salida por otro arroyito cercano que atajaba en directo a la carretera. Será el camino de la siguiente visita que le haremos. Quizá hasta nos detendremos en este para ver si tiene truchas escondidas entre la tupida capa de ranúnculos que casi lo cubren por entero. Y desde luego que pescaremos la zona que sigue, aun más cerrada por las algas y plantas. En el inicio de ella sacó Jesús otra excelente trucha como despedida de la jornada. (1) Parece ser que no se trataba del estero del Arco y sí del río Sin Nombre.



Luis Antúnez Valerio